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Al regresar de la larga y tediosa jornada laboral vi a un par de buitres sobrevolando el edificio en el que vivo, pensé que algo extraño había ocurrido, pues no era común ver a este tipo de aves surcando los aires de esta gran ciudad. Sin embargo, como tenía que entregar al día siguiente un trabajo importante, decidí olvidar aquella rareza, meterme en mi apartamento y trabajar.

Cuando finalmente terminé de calcular el IVA, IEPS, IETU y todos los impuestos habidos y por haber, caminé como autómata hacia mi recámara, me dejé caer sobre la cama e inmediatamente me hundí en el sopor del sueño. A la mañana siguiente me alisté como todos los días para irme a trabajar. Al salir del edificio escuché el aleteo de aquellas enormes aves que seguían sobrevolando el edificio y dibujando unos círculos perfectos; me sorprendió ver que el número de aves se había incrementado de manera considerable. El ruido y el viento originado por el compás del aleteo comenzaban a ser molestos. Sin embargo, una vez más la vida rutinaria y ajetreada a la que estoy muy habituada inhibió mi asombro ante aquel espectáculo y me llevó a la oficina.

A las doce del día tuve que regresar a casa porque había dejado sobre la mesa del comedor un fólder con información importante. Iba de prisa y quizá por eso no me percaté de lo que estaba sucediendo en la calle. Solamente cuando bajé del carro y sentí la fuerza del aire y el roce de las hojas que volaban vertiginosamente por todas partes me di cuenta que un torbellino originado por el vuelo circular de los buitres rodeaba al edificio, como si éste se encontrara en el ojo de un huracán. El viento revolvía sin piedad mi larga cabellera, jaloneaba con fuerza mi falda e incluso me impedía caminar hacia la entrada con la facilidad habitual.

Molesta ante tan inusual situación decidí ir a la azotea para descubrir el origen de los hechos. Subí rápidamente los treinta pisos que tiene el edificio y al abrir la puerta que da paso a los tinacos, tanques de gas, tendederos y lavaderos compartidos, vi un extraño montículo sobre el que caminaban los buitres. Me acerqué y cuál fue mi sorpresa al darme cuenta que aquel montículo estaba conformado de… ¿de carne humana? Sí, era el cuerpo inmóvil de un hombre que seguramente pesaba por lo menos unos 655 kilos y que yacía en el suelo. Aquel espectáculo estaba acompañado de un ruidoso estertor que aturdía mis sentidos. Sí, aquella mole humana estaba viva y completamente deformada por los picotazos de los buitres que por más que comían, no lograban acabar con aquel enorme banquete de grasa y colesterol.

Cuando me acerqué a lo que creía que era su rostro, me contó que se había tropezado al pisar una de sus agujetas, que por favor la anudara correctamente para que no ocurriera otro incidente de este estilo; también me pidió que le explicara a sus hijos y a su esposa que no los había abandonado, que solamente se había tropezado y que en cuanto se levantara iría con ellos y les llevaría el pan que había comprado para la cena; por último me dijo que avisara en su trabajo que ya no iría, pues pediría al Seguro Social una larga incapacidad para poderse recuperar de los picotazos de los buitres. Me provocó una enorme rabia que no se diera cuenta que estaba muriendo, que finalmente los buitres se lo comerían y que esas eran las últimas palabras que pronunciaría, que estaba desperdiciando su último aliento en banalidades. Fastidiada de su retórica insensata me alejé y vi de reojo cómo los buitres bajaban por turnos en picada para devorárselo.

Lo único que deseo es que todo esto termine pronto porque la verdad yo ya estoy harta de tanto viento, hojas flotantes y gordos que no aprovechan el valor de las últimas palabras de vida.

6 pensamientos en “Una muerte sin Comentarios por Patricia Arciniega.

  1. Paty, acabo de leer tu publicación ,, me encantó , gracias por compartirlo, veo que tienes mas, las leeré con mucho gusto,saludos.

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